La Semana

Entrada 28. Imatge 1Iberia, 31 d’agost de 1918

Hemos recibido las primeras cuartillas que nuestro querido compañero señor Xammar nos envía desde el frente británico donde, como ya anunciamos tiempo atrás, ha ido a prestar servicios de información. Iberia se complace en ello abriendo esta nueva sección que ofrece mayor interés a sus columnas. En las crónicas de Xammar nuestros lectores hallarán la tibia palpitación de los hechos y la visión directa de las cosas. La actividad y prestigios del amigo ausente vuelven a Iberia y nos garantizan la continuidad de su esfuerzo tan bien acogido del público.

 

EN PARÍS

Las Águilas

En Orleans el tren de Burdeos engancha el coche restaurant. Hay tiempo de desayunar. Estamos a dos horas escasas de París.

A la misma mesa que nosotros se sientan tres oficiales franceses, los tres muy jóvenes, casi adolescentes. Ninguno tiene seguramente más de veinte anos y los tres van vestidos de negro. Son tres aviadores. En otras mesas hay sentados también buen número de oficiales aviadores, todos en la primera juventud, todos sombríamente uniformados de negro.

Por el color del uniforme, espontáneamente adoptado, los aviadores son una excepción en el ejército francés. Son la mancha negra del águila en el cielo azul.

 El saludo de Bertha

—Primer piso y con orientación al Sudoeste; está usted completamente protegido contra los bufidos de la gorda Bertha mientras esté en su cuarto—me dijo el empleado del hotel, entregándome la llave.

Y en seguida añadió:

—Aunque hace ya tres semanas que nos deja tranquilos…

Tres semanas nos parecieron, sin que pudiéramos decir por qué razón, un período tranquilizador. Una vez pasadas tres semanas en silencio, lo mismo daba pasar cuatro, y nosotros no contábamos permanecer más de una semana en París. Por otra parte los alemanes acostumbraban a utilizar los siniestros servicios de la gorda Bertha únicamente cuando querían dar a los parisienses la noticia de una nueva ofensiva, y no creíamos que después de la última arremetida de Foch le quedaran a Ludendorff, por el momento, muchas ganas de probar fortuna…

Tales meditaciones fueron interrumpidas mientras sumergíamos la cabeza en una jofaina de agua caliente por la propia gorda Bertha en persona, si así puede decirse. Una detonación profunda y lejana. Al cabo de quince minutos otra detonación, más próxima y vibrante esta vez, acompañada de un breve temblor de cristales. No cabía duda. Era la gorda Bertha que nos saludaba. Para devolverle el saludo hicimos lo que hacen los ciudadanos—y las ciudadanas—de París: salir a la calle como si tal cosa.

Indiferencia. Desprecio. Noble indignación

Los Gothas, cuando vienen, interrumpen la vida de la ciudad. No así la gorda Bertha, a la cual París entero acoge con perfecta indiferencia y desdén profundo. La circulación no se interrumpe, ni el trabajo en los talleres y oficinas, ni los paseos dejan de verse concurridos a las horas de siempre, ni las gentes que tienen la costumbre de tomar el aperitivo en la terraza del café toman la precaución de entrar en el interior. La ciudad prosigue indiferente su vida normal. Tan sólo cada vez que se oye el estallido de una granada hay un segundo de suspensión, las gentes se miran unas a otras y cada cual por su cuenta lanza una exclamación de ironía y de desprecio.

Una de estas exclamaciones nos hizo sentir vivamente toda la indignidad del bombardeo de París. Frente a nosotros en el restaurant estaban sentados un joven soldado permisionario y su padre. Al oírse, cercana, una de las explosiones el soldado, lívido de rabia irreprimible, murmura en voz baja:

—Tendría gracia que después de batirme durante tres años me alcanzara un casco de granada a ochenta kilómetros del frente.

Ingleses y americanos

Al llegar a París los americanos eran la actualidad. Vestidos con uniformes kaki, como los ingleses, este color había dejado de ser, en la imaginación rápida y versátil de los parisienses, el distintivo del ejército británico para convertirse exclusivamente en el símbolo de la fuerza americana. Un hombre uniformado de kaki no podía ser otra cosa que un americano —aunque fuera inglés.

Pero por la mañana del día de nuestra marcha se recibió la noticia de la victoriosa ofensiva anglo-francesa en Picardía, y el pueblo de París dio suelta ruidosamente a su entusiasmo por los aliados de ultra-Mancha. El color kaki volvió a adquirir su significación primitiva y no pocos oficiales norteamericanos se sometieron de buena gana a representar el papel de inglés para no desilusionar a los grupos de entusiastas.

Entrada 28. Imatge 2París invulnerable

Uno llega a París, después de una ausencia de un año con cierta inevitable inquietud. ¿Qué habrán hecho los Gothas, qué habrá hecho la gorda Bertha? ¿Cuál de los monumentos de París habrán destruido, cuál de sus incomparables paisajes urbanos habrán deformado? Y al cabo de un par de días después de haber recorrido ávidamente y admirado, intactos, todos los lugares augustos, todos los rincones predilectos de París (una línia censurada).

Pero, nada, nada han podido contra el París que el mundo estima y admira, y que Alemania odia y envidia.

EN EL FRENTE 

La resurrección de un ejército

Después de las ofensivas alemanas de marzo y abril en el Soma y en Flandes, parecía como si no hubiera ejército británico. Nadie hablaba de él. Algunos críticos militares germanófilos españoles lo dieron por muerto.

Nosotros llegamos justamente a tiempo para asistir a su resurrección gloriosa, cuando la segunda batalla de Picardía hacía veinticuatro horas que había comenzado. La dirección de esta batalla fue encomendada a Sir Douglas Haig, generalísimo de las fuerzas británicas. La parte mayor y más difícil de su ejecución asignada al cuarto ejército británico que manda Sir Henry Rawlinson. A este ejército correspondió la tarea de arrollar la línea alemana en el centro y conquistar en el ala izquierda las formidables posiciones de Morlancourt y Chipilly, que en manos del enemigo hacían imposible todo avance al Sur del Soma. En el ala derecha las tropas francesas del general Debeney hicieron lo suyo…

El lector conoce ya todos los detalles de la batalla de Picardía. La mayor y mejor parte de ella correspondió a los ingleses, al cuarto ejército del general Rawlinson, a sus tanques, a su caballería, a su aviación de ataque, y en último término—decimos último por ser el más importante—a su infantería, a los “Tommies”, más bravos y tenaces que nunca. Veintidós mil prisioneros, 700 cañones, 500 kilómetros cuadrados de territorio reconquistado. Todo en tres días. ¿No es esto una espléndida resurrección?

Los alemanes triplican el número de divisiones, pero no contraatacan

El día 8 de agosto, por la mañana, al dar al ejército anglo-francés la orden del ataque, Sir Douglas Haig tenía ante él doce divisiones alemanas. Doce. Ni una más, ni una menos. Estas cosas se saben en el frente con rigurosa precisión.

Cinco días más tarde, el 13 de agosto, los ejércitos de Rawlinson y Debeney habían identificado, por medio de los prisioneros y de las declaraciones de éstos, treinta y seis divisiones alemanas. O sea el triple. No revelamos ningún secreto si decimos que los aliados no han tenido ni tienen en Picardía un número de divisiones semejante.

Siendo ello así, una cuestión se plantea. ¿Por qué? no contraatacan los alemanes? A esta pregunta daremos en seguida una contestación obvia y categórica, al mismo tiempo, y diremos que los alemanes no contraatacan porque no pueden.

Ahora, naturalmente, hay que explicar por qué no pueden. No es nada difícil. No pueden contraatacar los alemanes, porque 32.000 hombres (que es la cifra de sus prisioneros) constituyen el efectivo de cuatro divisiones, porque los 700 cañones perdidos constituyen, poco más o menos, la artillería de diez divisiones, porque las 30.000 bajas que han sufrido entre muertos y heridos (cifra mínima) equivalen a otras cuatro divisiones fuera de combate, y, finalmente, porque como no es posible que unas divisiones queden eliminadas por entero y otras salgan incólumes de la lucha, las pérdidas alemanas en muertos, heridos, prisioneros y material, suponen la desorganización completa de veinte divisiones, por lo menos.

He aquí explicado por qué los alemanes no pueden contraatacar en Picardía, a pesar de haber triplicado el número de divisiones.

Más hacia el Norte

Todo el interés dramático de la guerra durante la semana se ha concentrado en la región al Sur de Albert, entre el Ancre y el Oise. Pero mientras se libraba la batalla de Picardía han ocurrido, más hacia el Norte, sucesos muy ricos de significación. Del pequeño saliente de Hébuterne, al Norte de Albert y del gran saliente de Merville-Bailleul, los alemanes se retiran silenciosamente. La maniobra tiene, sin embargo, bastante importancia para no dejarla pasar en silencio.

El pequeño saliente de Hébuterne ha desaparecido por completo. Puisieux, Serre, Beaucourt, vuelven a estar en manos de los ingleses. El saliente de Flandes, al Sur de Iprés, continúa formando en el mapa la única marca ostensible de las grandes ofensivas alemanas de este año. Pero su perfil irregular y atrevido va perdiendo poco a poco todas sus características amenazadoras. Cada tres o cuatro días hay una punta que se convierte en arco o un arco que pasa a ser una recta. Poco a poco y con cautela los alemanes se van retirando a tiempo, y si olvidan de hacerlo a tiempo los ingleses atacan y avanzan. Ayer, por ejemplo, desalojaron a los alemanes por la fuerza del pueblo de Oultersteene y cogieron en la operación 600 prisioneros.

Entrada 28. Imatge 3Dentro de poco, cuando el saliente de Flandes, como el de Champaña y el de Amiens, hayan pasado a la historia, los comunicados alemanes nos hablarán de una retirada voluntaria. La verdad habrá sido otra, por supuesto. Los alemanes se retiran del saliente de Flandes por dos razones.  La primera, de orden táctico, porque los ingleses someten las primeras líneas alemanas a un fuego concentrado de artillería imposible de resistir.  La segunda, de orden estratégico, porque los alemanes están condenados a la defensiva, y en el caso de una ofensiva aliada hacia el Sur, el ejército alemán del general von Quart, que ocupa el saliente de Flandes, correría el riesgo de ser aniquilado.


El cementerio de Mézières

Bajo una tienda de campaña fijada sobre tierra, que dos o tres días antes ocupaban todavía los alemanes, sentados sobre barriles, alrededor de otro barril que desempeña la función de mesa, uno de los generales del ejército canadiense nos explica, sobre el mapa, cuál fue y cómo fue llevada a cabo la tarea de sus fuerzas en la última batalla, los obstáculos que hubieron de vencer y la parte que les correspondió en el botín y en la victoria.

Al salir de la tienda, cuando íbamos a despedirnos, el general canadiense nos dijo:

—Si disponen de media hora quisiera que me acompañaran hasta el cementerio de Mézières y vieran por sí mismos cuál es la mentalidad de nuestros enemigos.

Y andando un kilómetro escaso, llegamos al Cementerio de Mézières.

Hay ciertos aspectos de las universales capacidades humanas que no nos complacen ni en nuestros enemigos. Sin ninguna literatura, con la menor cantidad de palabras posible, con voluntaria sequedad…

H. M. the King

S.M. el Rey de Inglaterra, emperador de la India, llegó a Francia dos días antes de que empezara la ofensiva y presenció el principio de la batalla entre sus ejércitos, tan cerca de la línea de fuego —por lo menos—como el propio Káiser. Sin embargo, los comunicados no dijeron de ello una palabra, y la noticia de la visita del rey Jorge a Francia no fue dada hasta después de su regreso.

His Majesty the King, después de pasar una semana junto a sus victoriosos soldados, quiso, antes de marchar, recibir a los periodistas ingleses, aliados y neutrales y comunicarles sus impresiones. A la invitación real acudieron unos treinta corresponsales británicos, americanos, franceses, belgas, italianos, un sudamericano y dos españoles, Ramiro de Maeztu y yo.

El Rey de Inglaterra es, al revés del Káiser, un soberano constitucional de una nación democrática. Ante los periodistas se abstuvo de hacer declaraciones de carácter político o militar. Esta función corresponde a sus ministros. Familiarmente estrechó la mano de cada uno de ellos, y después, con el mismo noble orgullo que un buen ciudadano siente por los triunfos de su país, con la misma satisfacción que en los hombres bien nacidos causan los triunfos de sus amigos, habló durante unos minutos con todos de las últimas victorias del ejército británico y de la cooperación que a estas victorias han prestado las tropas francesas.

Ni alusiones al enemigo, ni amenazas al mundo. Ni afirmaciones de poder. El Rey de Inglaterra es algo más que un emperador. Es un hombre que sabe hablar cordialmente con otros hombres.

Eugenio Xammar

Una tria d’Anna Ballbona (@ABallbona)

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